Mi
abuelo Tano me contaba cómo cada vez que una persona sin recursos llegaba al
pueblo, una de las casas (se había establecido un sistema de turnos rotativos)
abría sus puertas para él. Comía, se aseaba, dormía y podía incluso llegar a pasar
allí varios días. Algunas veces realizaban algún tipo de trabajo para la casa,
pero no era lo común. Casi siempre daban noticias de familiares o conocidos de
otros pueblos por los que hubiesen pasado y eran utilizados para dar noticias a
personas de pueblos por los que fueran a pasar: “Hace un mes estuve en La Mata,
en casa de tu hermana Bina y me dijo que no te preocuparas por nada, que ya
estaba mucho mejor”. A pesar de ser una zona de pueblos muy humildes, a cualquier
necesitado que pasaba por allí nunca le faltaba un plato de comida, agua
caliente, un techo donde dormir y conversación, mucha conversación. Algunos
eran conocidos y habituales, como Enrique “el del caldero” (llevaba un caldero
donde lavaba su ropa) que como medio de vida iban de pueblo en pueblo, de casa
en casa, haciendo un largo recorrido de tal forma que pasaban por cada aldea varias
veces al año, pero la mayoría eran personas desconocidas que simplemente
pasaban por allí pidiendo ayuda y a las que les abrían no solo las puertas de sus
casas sino que compartían con ellos lo poco que en ellas había. Si esto se
hacía con un desconocido uno puede fácilmente imaginar (o ya no… no estoy
seguro) el grado de solidaridad que podría haber cuando por una mala cosecha,
la muerte de sus animales, un incendio o cualquier otra circunstancia, la
persona que se quedaba en la ruina y sin recursos para subsistir fuese un
vecino, un conocido, un familiar o un amigo.
Pero
que nadie se engañe, posiblemente se matarían los unos a los otros por la
herencia de unas sábanas, por las lindes de unas tierras o por el turno de
riego, pero cuando algo realmente importante ocurría, todo eso quedaba
temporalmente aparcado. Se dejaban unos a otros lo poco que tenían para comprar
tierras o simplemente hacer pan, entre todos reconstruían la casa quemada y
podía darse el caso de que el que más leche tenía fuese precisamente al que se
le había muerto la vaca, pues todos los vecinos acudían con una jarra en su
ayuda.
Gentes
duras, acostumbradas a las desgracias, casi todos sus días fueron de vacas
flacas. Sabían perfectamente que, en cualquier momento, el suelo se podría
abrir bajo sus pies, que ellos mismos podrían ser los próximos, y por eso mismo,
eran incapaces de dar la espalda a quienes corrían peor suerte aun que ellos. Del
Estado, igual que ahora, no podían esperar ningún bien y los bancos, como
ahora, tampoco daban crédito al que nada tenía. Trabajo si…, había y mucho,
tanto que había que trabajar dos días para poder comer uno. Aun así, nunca dudaban
en paliar, en la medida de sus posibilidades, las necesidades, y no solo materiales,
de todo aquel que por allí pasaba.
Hoy,
no mucho tiempo después de todo esto, la situación es prácticamente la misma,
vivo en un bunker al que llamo hogar, a mi vecino de puerta lo he visto sólo
tres veces, me molesta que suene el portero automático y nunca abro si suena el
timbre de la puerta. Igualito.
Me encantan estas historias del abuelo. algo de eso lo vi en mi niñez pero nunca supe eso de que daban noticias de gente de otros pueblos, o es que ya no lo recuerdo.
ResponderEliminarPero sobre todo me encantan tus reflexiónes tanto de esta como de otras historias.
Un abrazo
Hace unos días hablé de todo esto con mi madre, para recordar algún detalle y me lo contó, tal vez yo lo haya exagerado un poco...
EliminarAl fin me complaces escribiendo esos episodios rurales repletos de sabiduría humana.
ResponderEliminarEspero que este sea el primero de muchos otros.
Se que hay mas.
La pena es que no haya apuntado todas las anecdotas que me han contado. Una verdadera lástima. Me han contado cosas fascinantes, geniales, que durante mucho tiempo han formado parte de la historia familiar y que poco a poco se han ido desvaneciendo de la memoria de unos y otros. Verdaderamente imperdonable.
EliminarCuando murió mi tía Domitila una parte de mi historia se murió con ella. Nunca olvidaré todas las cosas que me contó, pero siempre me retorceré por no haberlas grabado. Las grabé en mi corazón, pero la memoria en esta vorágine de vida que llevamos me ha hecho olvidar muchas cosas. Con mi padre no estoy preparada para hablarlo, porque supone reconocerme que quizás sea el siguiente de la lista. ¡Ay la lista, qué dura se nos hace cuando ya no están los abuelos! De solidaridad también sé yo mucho, de hecho creo que mi tía se merece una entrada... aunque sea doloroso recordarla. No se puede llorar por todo, soy una blanda.
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